Prólogo
Federico Engels expone una idea
que consideramos una de las claves para entender la frustración de la revolución
burguesa argentina. Dice así:
“Cosa singular: en las tres
grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran las
tropas de combate, y ellos también, precisamente, la clase que, después de
alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias económicas
de este triunfo. Cien años después de Cromwell, la yeomanry (campesinos medios) de Inglaterra puede
decirse que casi había desaparecido. En todo caso, sin la intervención de esta
yeomanry y del elemento plebeyo de las
ciudades, la burguesía nunca hubiera podido conducir la lucha hasta su final
victorioso ni llevado al cadalso a Carlos I. Para que la burguesía se embolsase
aunque sólo fueran los frutos del triunfo que estaban bien maduros, fue
necesario llevar la revolución bastante más allá de su meta; exactamente como
habría de ocurrir en Francia en 1793 y en Alemania en 1848. Parece ser ésta, en
efecto, una de las leyes que presiden la evolución de la sociedad burguesa.”
(Del Socialismo Utópico al Socialismo Científico, Prólogo a la Edición Inglesa
de 1892).
Podemos extraer de aquí, y éste
es el eje de la cuestión que nos ocupa, que la burguesía por sí misma nunca ha sido autosuficiente para hacer su revolución y que esto es un principio universal.
Podemos, además, por las
nuestras, ampliar esto diciendo que ha sido incapaz, en general, de encarar por
sí misma ninguna forma de progreso social, por lo cual los gobiernos burgueses
que han tenido algún costado o rasgo progresivo, han tenido para esto que
aliarse o incorporar expresiones provenientes del campo popular, que llevan las
cosas “más allá de sus metas” burguesas,
como ha observado Engels. Esto último es lo que ha inducido a muchos a ver el
peronismo como un movimiento popular y no una génesis esencialmente burguesa.
Pero el tema a que nos conduce centralmente
la reflexión de Engels es éste:
¿Existían en 1810 las masas
campesinas que reclamaban por la tierra y cuyo impulso hubiera podido dar base social
a proyectos sustancialmente diferentes a la economía ganadera saladeril que
cristaliza en Rosas?
No, no existían.
¿Por qué no existían?
El trabajo de Hebe Levene, que
sigue a continuación muestra que no existía en las masas trabajadoras -herencia colonial- una cultura de la tenencia
de la tierra.
El punto es que esa tenencia es
el requisito material previo, la premisa histórica de la reivindicación de la
propiedad de la tierra, la reforma agraria. Creemos que la observación tiene
importancia desde el punto de vista del esclarecimiento de la historia y su
proyección a nuestra actualidad. No casualmente el revisionismo histórico ha
resultado ser parte insoslayable de la propaganda ideológica dominante.
La idea de la falencia campesina
en nuestra revolución democrática no es
nueva. Se observa en la polaridad ciudad-campo planteada por Sarmiento, pero ha
sido tal vez subestimada por cierto pensamiento marxista que, en su afán de
sostener una posición clasista, ha cargado demasiado culpas al infra desarrollo
de nuestra primera burguesía –por ejemplo, la ausencia de una burguesía industrial
en el caso de Milcíades Peña- obviando causalidades históricas provenientes de los
sectores populares.
Este fallo de la izquierda deja
el campo libre a ideólogos del nacionalismo, expertos muchos de ellos en la
adulación del atraso de las masas, para justificar, mediante la glorificación
de los caudillos pretéritos, los
verticalismos contemporáneos. Presentar como reaccionaria a alguna parte
esencial de nuestra tradición democrática –caso Rivadavia o Sarmiento- es el
complemento necesario a tal adulteración de la realidad.
¿Dónde está la vanguardia de la
liberación nacional? ¿En aquéllos sectores de la clase trabajadora más o menos
aplastados hasta el día de hoy por las rémoras feudales de la herencia
hispánica y que constituyen el núcleo duro de la base popular del peronismo?
La descripción de los gauchos y
caudillos como la fuerza social que pugnó históricamente por un desarrollo
independiente pretende efectivamente convencer que por el peronismo pasa el “proyecto
nacional”.
Sin embargo, ¿no es más lógico pensar
que la vanguardia de los cambios debe provenir de los sectores del trabajo más
ligados a la modernidad?
Desmitificar el pasado tal vez
ayude a resolver el interrogante.
LUIS URRUTIA
Por
Hebe Levene
En
“Los trabajos y los días” de la 2° mitad del siglo VIII a.C., Hesíodo, que
había sido cuidador de cabras, ya daba, acompañadas de continuas alusiones
mitológicas, las indicaciones necesarias
para que el trabajo de la tierra, la siembra y la cosecha, se correspondieran
adecuadamente a los tiempos que impone la naturaleza. Además, agregaba al pasar
en esta extensa obra, consejos morales como este: ”Los dioses y los hombres
odian igualmente al que vive sin hacer nada, semejante a los zánganos que
carecen de aguijón y que sin trabajar por su cuenta devoran el trabajo de las
abejas.”
El
consejo de Hesíodo iba dirigido, evidentemente, a la autodisciplina de
trabajadores libres.
A
fines de la Edad Antigua, con el imperio romano, la cantidad de esclavos era
enorme. Pero, instalada la Edad Media sobre el principio cristiano de que “por
ser hijos de Dios, todos los hombres tienen alma, ergo responsables de su
conducta”, los esclavos desaparecieron, y aparecieron los nobles con su séquito
eterno hecho de cruces y espadas, y los siervos. Así que el consejo de Hesíodo
renovó su vigencia, aunque pasó a regir sólo la moral de los siervos. Los
nobles y la jerarquía eclesiástica gozaban del privilegio de ser “zánganos”,
pero con aguijón.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgOHvKA2hUJhMxTAF46OVIW0UJsJfFYdFVolVQxOvdCIz8jYRjSHxLbfxANtDLaiSgwwlCR1ZoVW-xtExLnHHLj-ghLDL8B_8O8-lMGd5bVtEJqCiLEOX5NvqG-9TlUWR6sEexM4e1n6g/s400/campesinos3.jpg)
El
campesino de la Edad Media, el siervo de la gleba, trabajaba el pedazo de tierra
en el que había trabajado también su padre y en el que trabajarían sus hijos,
si es que no eran llamados para la guerra o no se morían antes. Pero salvo esas eventualidades, pese a ser
explotado, él estaba en paz con su moral, ordenaba su tiempo, hacía su trabajo
sin recibir directivas y se establecía entre él y su tierra un diálogo directo,
un vínculo vital que no se rompería aunque el noble vendiera sus tierras ya que
él era siervo de la gleba, formaba parte de ella, y en ella se quedaría aunque
cambiara el dueño.
En
las pampas argentinas la situación fue muy distinta. Después de la 2° Fundación
de Buenos Aires por Garay en 1580, Lima, rica todavía, absorbía toda la
atención de España, pero cuando las minas fueron agotándose creció la
importancia de Buenos Aires y su puerto, por el que empezaron a entrar
los negros esclavos. Vueltos a aparecer por bula papal, apoyada en el
curioso pero necesario principio de que los negros no tenían alma y por lo
tanto podían ser comprados y vendidos como si fueran cosas, para 1716
eran instalados transitoriamente en Retiro. Como contrapartida, la única riqueza del
país exportable eran los cueros, reunidos en las “vaquerías” en las que las matanzas eran indiscriminadas, tanto que, en el Cabildo, se
decía en 1723: “pronto nos quedaremos sin cueros y en cueros”.
Como todo el alimento era carne y los
ingresos de aduana por la exportación los proporcionaba el ganado que ya estaba
ahí, el cimarrón, aún cuando después empezó a hervirse la carne para exportar
también sebo y grasa, no hubo ningún interés por la agricultura. Por eso entre
los factores que formaron la cultura del hombre rioplatense faltó ese vínculo
ancestral que tuvo el europeo con un pedazo de tierra que sentía parte de sí
mismo.
Cuando en 1778 se crea el Virreinato del Río
de la Plata, los pueblos europeos, que habían sido agrícolas, habían adelantado mucho.
Inglaterra ya empezaba su revolución
industrial y Francia estaba cerca de la gran Revolución.
Todo
el adelanto que se produce en nuestro país al comenzar el siglo XVIII fue que desaparecieron
las vaquerías y aparecieron las estancias. Como los estancieros necesitaban
peones que se afincaran en la propiedad del patrón y el hombre de nuestras
pampas no estaba dispuesto a dejar de galopar libremente, que por otra parte
era lo que se le había impuesto, se pusieron en vigencia leyes ancestrales, muy
usadas en España para combatir la vagancia.
“…
el espíritu preventivo de la sociedad consideró a la vagancia y ya desde la
legislación romana “dentro de lo que la criminología moderna denomina estado de
peligrosidad”, citado por Rodriguez Molas de “Vagos y mal entretenidos” de
Gastón Gori.
Y
agrega Rodriguez Molas en la pag. 112 de “Historia social del Gaucho” otra cita
de G.G.: “un cristianísimo monarca en 1609, establece que en el futuro debía
marcarse con un hierro rojo la piel de los “pícaros” en la espalda o en el
brazo; a los vagabundos con la letra V y a los ladrones con la letra L”
Y
en 1774 Juan José de Vértiz dispone que todas las personas “que no viven de su
trabajo, ni tienen oficio, ni señores, salgan de la ciudad en el término de
tres días.”
Cuando
en 1795, Manuel Belgrano es nombrado secretario perpetuo del recién creado
Consulado del Río de la Plata, en una de las Memorias que como tal presentaba
cada año al Consulado, se lee: “He visto con dolor , sin salir de esta Capital
una infinidad de hombres ociosos en quienes no se observa otra cosa que la
miseria y la desnudez”…”…miserables ranchos donde multitud de criaturas llegan
a la edad de la pubertad sin haber ejercido otra cosa que la
ociosidad”.(1)
Pero en la ciudad no había trabajo. El
comercio lo realizaban las clases acomodadas; además, las artesanías no se
desarrollaron. Desde España se mandaron destruir todos los talleres del
Virreinato.(2). España, después de la expulsión de moros y judíos, no producía
nada y en América sólo tenía para vender lo que compraba en Inglaterra o
Francia, esto es, cumplía un rol de intermediación parasitaria, que se
aseguraba con el monopolio comercial que imponía como imperio. Tan alicaída
estaba su cultura del trabajo, que cuando Carlos III decidió revitalizar la
agricultura, debió recurrir a inmigrantes del centro europeo.
Agustín
de la Rosa, un periodista, en 1794,
explica por qué en el campo tampoco había trabajo para los pobres “… como no
tienen dónde ganar un conchabo , pues los estancieros grandes que pudieran
conchabar esta gente están surtidos de negros (esclavos), por ahorrarse los
conchabos, ellos se dan a la vida bravía
y holgazana”.
Por
eso se dieron situaciones como esta: Martiniano Leguizamón transcribe en “La
Cuna del Gaucho” algo de Burganville de
1766 “Se ha formado desde algunos años atrás en el norte del rio (Río de la
Plata) una tribu de montaraces que podrá convertirse cada vez en más peligrosa
para los españoles sino toman medidas prontas para su destrucción. Algunos
malhechores escapados de la justicia se han situado al norte del Maldonado; a
ellos se agregaron muy pronto muchos desertores, insensiblemente el número
acreció y con las mujeres tomadas de los indios han comenzado una raza que no
vive sino del pillaje. Se asegura que ellos pasan ya de seis cientos.”
Y fue así que en el siglo
XVIII, cuando creció la población, el
ganado aumentó de valor y no hubo para las nuevas generaciones un horizonte de
trabajo; con la tierra ya acaparada y la existencia de los esclavos, se tornó
difícil, cuando no imposible, la vida del trabajador libre, que se diseminó por
todo el campo. Esa es la figura del gaucho, ese jinete pobre, condenado por
vago y perseguido siempre por el juez de
paz.
El caballo, lo
único suyo, subrayó para las autoridades su característica errante de vago, por
lo que el gobernador de Buenos Aires, Oliden, en 1815 a pedido de los
estancieros, redactó un reglamento que disponía entre otras cosas el uso obligatorio
de la papeleta que le acreditara su condición de trabajador para algún patrón;
su falta significaba un confinamiento de años en los fortines.
El
noble gaucho, jinete libre con apero y riendas con adornos de plata, es un
personaje de leyenda. Los propietarios de grandes extensiones de tierra
generaron, con su egoísmo, la aparición de seres muy pobres, ignorantes y supersticiosos, presas fáciles
para los caudillos, que con ellos
formaron sus ejércitos, arrastrándolos a veces encadenados, o estimulándolos con la rapiña de los bienes
del enemigo.
La riqueza fácil y para pocos que brindó la ganadería en nuestro
país ensoberbeció a la oligarquía, enemiga del reparto de tierras y por lo
tanto de la agricultura que, con su disciplina implícita, elimina a los
“vagos”.
Hasta 1850, en nuestro país se le compraba harina a Estados
Unidos. Los esfuerzos de liberales como Belgrano, Rivadavia o Sarmiento por
hacer una reforma agraria, chocaron con la poderosa fuerza de los latifundistas,
versión actual de los zánganos de Hesíodo.
(1)
La obra de Belgrano, y la resistencia que provocaron en su tiempo, sus medidas por un reacomodo de
las tierras, debiéramos conocerla mucho más. Inmortalizarlo sólo como creador
de la bandera es disminuirlo; así como se lo disminuye a Sarmiento cuando con
su obra pedagógica, por más importante que sea, se tapa, por ejemplo, su
concreta obra en Chivilcoy con la que se transformó a “gauchos, vagos antes, en
pacíficos agricultores”.
(2)
“Quiere S.M.de V.E. se dedique
con todo celo, a examinar cuántos y cuáles son los establecimientos de fábricas
y manufacturas que se hallen en todo el distrito de su mandato y a procurar la
destrucción de ellos por los medios que estime más convenientes”.
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