Por Luis Urrutia
El acto de la exposición anual de la Sociedad Rural se
inauguró con el Himno a Sarmiento. Sarmiento volvió a aparecer en el discurso
de Biolcatti, para ser presentado como una imagen ejemplar a la que el gobierno
no haría honor, diciendo que “no era casual” que el presente año, bicentenario
del nacimiento del prócer, haya transcurrido con un olvido casi absoluto del
aniversario. En un marco de creciente incursión en la historia patria como campo
de la lucha ideológica y política, tanto desde distintas corrientes políticas
como de los medios -el macrismo y la Coalición Cívica, por caso- han hecho
también reivindicaciones de Sarmiento, mientras que desde el oficialismo, el
mayor gesto en la materia, luego de las fiestas del bicentenario de la
Revolución de Mayo, ha sido la erección del monumento a Rosas y la conversión a
fiesta cívica de la recordación de la Vuelta de Obligado.
Pero por un instante, tan fugaz como el oportunismo de
los actores lo haya tenido por conveniente, las cosas se pusieron en el lugar
en que alguna vez las colocaron un Ponce o un Agosti. Galasso picó en punta por
medios radiales a aclarar que la Sociedad Rural no puede apoyarse en Sarmiento,
por aquello de la oligarquía “que huele a bosta de vaca” y otro tanto hizo
Mario Wainfeld en Página 12, con parecidas glosas y contrastes con enemigos de
la educación pública como Macri.
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Página 12, Febrero de 2012 |
Tales citas al paso de Sarmiento fueron desparramadas
mediáticamente por los voceros del “campo nacional y popular”, como útiles
refutaciones del discurso de Biolcatti.
Pero, como lamentablemente una golondrina no hace
verano, y como el discurso mediático se efectiviza por repetición y no por la
exhibición de una estructura racional, Sarmiento volverá rápidamente a
reinstalarse como “padre de la zoncera argentina”, ideólogo del coloniaje, por
los mismos que hoy lo usaron en un accidental intercambio de chicanas con la
SRA, que no tendrá por su lado ningún interés en reivindicar su real memoria,
mientras subsista la amenaza del destape de su pensamiento antiterrateniente
por parte de sus contendores pro-kirchneristas.
Es que el eterno maltrato de
la figura de Sarmiento descansa sobre el olvido de su pensamiento agrario, que
propugnaba el reparto de la tierra en “proporciones labrables”, esto es, entre
el proletariado, olvido más que esperable tanto por parte del conservadorismo
liberal, que reivindica interesadamente a un simple fundador de escuelas, como
del nacionalismo burgués y los sectores populares que se le subordinan que, en
una suerte de socialismo feudal,
describen un personaje antinacional y antipopular. Estos críticos jamás
le han preguntado al país “¿por qué no es Chivilcoy toda la Pampa ya?”, como no
lo hicieron en su tiempo ninguno de los caudillos de la mentada liberación
desde lo folklórico, pero sí lo hizo el sanjuanino al consagrar la propiedad
para “20000 inmigrantes y gauchos vagos antes”.
Si se examinan los escritos de Galasso, una suerte de
mentor de la historia “nacional y popular” en boga, se verá que en ellos el
problema de la propiedad de la tierra sencillamente no existe, ni ha existido
nunca. A lo sumo, el reparto de tierras es presentado como un evento simpático
de medida a favor del pueblo, pero no como una cuestión esencial.
¿Qué es lo esencial para Galasso? La cuestión del
proteccionismo. Con proteccionismo hay liberación, con libre comercio, en
cambio, sobreviene la sumisión al imperialismo.
Así, nos habla de “los dos proyectos” que se habrían
enfrentado al comienzo de la vida independiente:
“ 1) El del Litoral, orientado a la exportación.
2) El del Interior, dirigido
hacia el mercado interno, entendiendo como tal el complejo entramado económico del perimido
Virreinato.” (Juan Carlos Jara y Norberto Galasso, Rivadavia, las
provincias y la burguesía comercial porteña, “Del monopolio a la apertura”)
A la cabeza del primero nos pone “la ciudad puerto”,
con su burguesía comercial, importadora, por lo tanto entreguista y
reaccionaria. Su máxima y más nefasta representación, Rivadavia.
El segundo, la promoción de un “mercado interno”
feudal, el del “perimido virreinato”, a cuya vanguardia estarían los caudillos
federales del interior, es la curiosa
fórmula ¿revolucionaria? ¿nacional? que reivindica Galasso. Así, para éste, la
disyunción surgida de Mayo fue entre la línea revolucionaria de Moreno y la
contrarrevolución representada por Rivadavia.
Saavedra y la Junta Grande, ampliada con diputados del
interior que provocaron la caída de Moreno, es como si no hubieran existido.
El poder se deriva, reaccionariamente según Galasso,
al Triunvirato, cuyo Secretario,
Rivadavia, tuvo un rol preponderante. Sin embargo, son los tiempos de la
abolición de la esclavitud, la quema de instrumentos de tortura. De ese
Triunvirato encontramos dos decretos estableciendo el reparto gratuito de
tierras e instrumentos de trabajo para los inmigrantes y “las familias patricias que, para escándalo de la razón, han sido
reducidas a la indigencia por la codicia de los poderosos”. ¿Cuántos
caudillos federales del Interior han llegado a estas alturas rivadavianas de
reivindicación antioligárquica?
El proyecto unitario es presentado por Galasso como el
diseño de la opresión del Interior por parte de la Provincia de Buenos Aires y
su cabeza, “la ciudad puerto”. Para que la idea cierre, Galasso omite que el
proyecto rivadaviano federalizaba la aduana de Buenos Aires y propiciaba la
partición de la Provincia de Buenos Aires en dos, la Provincia del Paraná, con
capital en San Nicolás y la Provincia del Salado, con capital en Chascomús, todo con el obvio
propósito de morigerar el peso de Buenos Aires en el concierto nacional.
Naturalmente, esto acabó por precipitar su caída y la oligarquía bonaerense
terminó por encontrar su mejor representante en Rosas, que hizo de la Aduana de
Buenos Aires un monopolio con el cual se expolió sistemáticamente a la nación
balcanizada. Hacia 1850, Sarmiento denuncia en Argirópolis la anomalía de la
salida acuática única, porteña, para el comercio exterior, agravado con la
prohibición rosista del tráfico con Chile a través de los Andes. La Vuelta de
Obligado –presentada como defensa de la soberanía- no había sido otra cosa que
el impedimento del acceso de las provincias del Litoral al comercio directo con
Inglaterra y Francia, para preservar la intermediación porteña en ese mismo
comercio, y la recaudación de su Aduana, en único beneficio de las arcas
rosistas y en perjuicio del interior.
Otro retaceo de Galasso, que le permite asentar su
tesis de que el unitarismo expresaba un interés porteño enfrentado al interior,
consiste en ignorar al General Paz y su Liga Unitaria de las Provincias…que
luchaba contra la hegemonía de Buenos
Aires, donde gobernaba Rosas.
A destiempo, el furor antibritánico de Galasso vuela a
grandes alturas para los tiempos de Rivadavia y Rosas, cuando la expansión
capitalista se basaba en la ampliación de los mercados para la producción
industrial. Su principal vínculo internacional era la exportación de
mercancías. La libre competencia
todavía regía el desarrollo moderno, en una etapa eminentemente progresiva. La
búsqueda de la ganancia y la ventaja es el motor del capitalismo de todas las
épocas, pero esa etapa capitalista abría posibilidades para el desarrollo
nacional independiente en una medida mucho mayor a lo que sería luego la etapa
imperialista del capitalismo. Lenin llamaría imperialismo a una estructura
nacida a posteriori, que se caracterizaría por la concentración monopolista del
capital, el predominio del capital financiero en el terreno económico y
político y la exportación de capitales, como tendencia principal de las
relaciones económicas internacionales. El préstamo de la Baring Brothers, por
ejemplo, fue una operación excepcional, producto de la crisis económica que
hacia 1825 había generado un exceso de capitales que, como fenómeno ocasional y
no sistémico, buscaba su colocación fuera de las fronteras británicas. Los
préstamos generados por esa vía carecían de condicionamientos políticos para el
deudor. El gobierno británico no estaba detrás de la Baring. Milcíades Peña
señala la circunstancia de que los acreedores ingleses habían solicitado que
Inglaterra no reconociera la independencia argentina hasta tanto no se hubieran
pagado sus acreencias, pedido que fue desoído. En esa etapa, el capital financiero
era un rubro capitalista más, y no estaba todavía en el poder. La política del
capitalismo más desarrollado estaba entonces al servicio de la expansión
comercial. En cambio, en la etapa imperialista, los préstamos e inversiones
comenzaron a asociarse a imposiciones de política económica.
Pues bien. Galasso, al estilo del nacionalismo al uso,
pone todos sus cañones contra Rivadavia y el préstamo de la Baring Brothers por
1.000.000 de libras. ¿Qué no podría decir del roquismo, cuyo endeudamiento con
el capital inglés deja esa cifra en el plano de las insignificancias y durante
el cual queda sellado el destino argentino de semicolonia agraria del imperio británico? ¿Es necesario
recordar aquí que el “antinacional” Sarmiento bramaba desde El Censor contra el
endeudamiento canalla que hipotecaba a la Nación en beneficio del crédito fácil
y abaratado para financiar la rapiña oligárquica que acaparaba a precio vil las
tierras públicas proporcionadas por la conquista del desierto?
El momento para promover masivamente la colonización
del territorio era ése. La división de la tierra como promoción de un gran
mercado interno y, sobre esa base indispensable, la edificación del gran
desarrollo industrial, ¿no era esa simple idea el plan de Sarmiento, el único camino
posible para la construcción autónoma de una nación moderna?
Se supondría que las iras nacionalistas contra
Rivadavia deberían centuplicarse contra la dirigencia de los ochenta, ante la
irrupción de la etapa imperialista, como consecuencia de las transformaciones
estructurales del capitalismo, y la efectiva transmutación de la soberanía
nacional al estado real de semicolonia …Sin embargo ¡sorpresa! Galasso defiende a Roca –político
representante del interior- todo lo que puede, hasta convertirlo en un héroe
nacional positivo, sólo que su movimiento
claudica–la carne es débil- porque sucumbe a la poderosa fascinación que
ejercían esos generosos títulos de propiedad de la tierra pública puestos a su
disposición. Galasso cita a Jauretche, que dice: “El roquismo, como tentativa de grandeza nacional, se desintegra en las pampas vencido
por los títulos de propiedad que adquieren sus primates, ahora estancieros de
la provincia”.
Y…¿segunda sorpresa? Galasso, siempre defendiendo a
Roca y entre paréntesis, como nota marginal, escribe: “(La circunstancia de que el roquismo claudique, finalmente, tampoco
resulta argumento serio (a favor de que era “un más de lo mismo oligárquico)
pues comúnmente los movimientos que enfrentan a las oligarquías, si no alcanzan
a transformar profundamente las relaciones de propiedad, concluyen en la
claudicación, lo cual no quiere significar, por ello, que sean idénticos a la
oligarquía o que no hayan interpretado al pueblo, en determinada circunstancia,
como lo hizo el roquismo al nacionalizar la aduana).
Este reconocimiento a hurtadillas de que el tipo de
propiedad resulta esencial para entender los enfrentamientos sociales, no
subsana sino que subraya la falencia interpretativa de Galasso.
En la medida en que Galasso se inscribe en la crítica
anticapitalista, lo hace, en lo concreto, desde la línea del “socialismo
feudal”, es una crítica reaccionaria, con ojos precapitalistas, que jamás ataca
al latifundio.
La emprende contra la burguesía porteña porque no es
industrialista y, por lo tanto, no se puede asimilar a las que protagonizan las
revoluciones burguesas en Europa. Muy cierto. Pero este pretexto “marxista” no
lo autoriza a colocar el motor del desarrollo capitalista autónomo en gauchos y
artesanos medievales capitaneados (“naturalmente”dice Galasso) por
terratenientes que, en rigor, perpetúan las formas de organización feudal:
aduanas interiores, emisión local de moneda, ejército privado del caudillo,
resistencia a la formación del estado nacional.
Mercado interno, en el sentido moderno, implica la
unidad en un estado nacional de una masa de población importante que sostenga y
justifique una producción moderna, que implica escalas superiores de
producción. Las “estructuras del virreinato perimido” –fragmentación localista-
justamente imposibilitaban la formación de un mercado interno.
En cambio, la denostada burguesía importadora sí
estaba interesada en la unificación nacional, puesto que ello significaba la
constitución del mercado de sus importaciones. Y no le era incompatible, dentro
de su función importadora, el germen del desarrollo de ese mercado interno, a
través de la división de la tierra y el impulso a la agricultura, esto es, la
superación de la economía pastoril, que perpetúa el campo desértico. El retardo
del propio desarrollo agrícola, que denuncia Pellegrini hacia fines de siglo,
vuelve verdaderamente vaporosa las posibilidad de una industrialización a sus
comienzos, pero todo ese retraso de las fuerzas productivas no es adjudicable a
la burguesía comercial, sino más bien a la clase terrateniente, ganadera, como
se demuestra en el hecho de que fue su modo de producción lo que se impulsó
como la principal actividad económica nacional.
La debilidad relativa de esas fuerzas burguesas, el
hecho de no poder constituirse en clase hegemónica, como lo prueba la derrota
de Rivadavia y el triunfo de Rosas, es la demostración fáctica de que no le es
imputable la responsabilidad histórica por el destino semicolonial de la Nación
y como proveedora de materias primas en el mercado mundial. La no reconversión
de las artesanías en industrias, esto es, el paso a la gran producción, surge
como lógica consecuencia de las condiciones de un gran territorio vacío y
fragmentado política y económicamente, con una población absolutamente escasa y
culturalmente no preparada: con proteccionismo o sin él, el latifundio ha
condenado el desarrollo industrial argentino al rango de actividad de segundo
orden.
Por eso resulta no solo pertinente, sino absolutamente
aplicable a la actualidad de este pensamiento “nacional y popular”, la
acotación de Agosti de que “Poco importa
que la corriente nacionalista de 1930, tan atada a las formas históricas de
nuestra oligarquía, se haya revestido ahora de apreciaciones industrialistas,
el fondo del esquema no varía, porque ni siquiera por abuso retórico se habla
de modificar las estructuras atrasadas de nuestra economía agraria, base y
clave de nuestra crisis general, como lo comprueba la experiencia peronista.”(Agosti,
Nación y Cultura, pag 248)
Ciertamente que el escamoteo de la cuestión de la
propiedad no empobrece solamente el perfil antioligárquico de este planteo.
Otro tanto ocurre con el antiimperialismo. ¿O es que en la apología al
“nacional” “modelo” kirchnerista no se está olvidando que del producido por las
primeras 500 empresas, solamente 17% corresponde a capitales nacionales y 83% a
extranjeros, con la consecuencia de que las remisiones de utilidades y fugas de
capitales récord succionan una balanza de pagos extraordinariamente favorecida
por los mejores términos de intercambio de la historia?
Aclaremos rápidamente que no nos desentendemos de las
correlaciones de fuerza que obstaculizan las consignas de un programa
antioligárquico y antiimperialista consecuente y que ciertos aspectos positivos
de la administración kirchnerista ameritan ser tenidos en cuenta frente a
alternativas opositoras que sólo prometen regresión. Pero una cosa es la
necesidad y otra la virtud y no parece aceptable pasar por alto las falacias de
un discurso que, en sus equívocos, hace la justificación ideológica de una
realidad severamente acotada por la dominación imperialista y el poder
económico local, que apenas requeriría de algunos retoques “inclusivos” o
“distributivos” para llegar a alguna cumbre de la evolución social.
Lo pernicioso de este relato, que busca hacerse
hegemónico según lo señala su profusa difusión, no reside simplemente en que
tiende a inducir en la conciencia social un diagnóstico falso de nuestra
realidad histórica y presente, sino que realimenta agravios que tienden a
perpetuar las artificiales divisiones que debilitan gravemente al campo
popular.
Cuando se hace de la opción librecambio o
proteccionismo lo fundamental, no sólo se deja de lado el problema de la
propiedad de los medios de producción, comenzando por la tierra, sino que se ensaya un ataque indiscriminado
al liberalismo, descalificando su momento histórico progresivo y llevándose
puesta, como señala Agosti, a la propia “tradición democrática argentina”. No
es incongruente entonces que se diga que el caudillismo “es la forma más pura
de democracia”, poniendo bajo la piqueta siglos de luchas populares por el
progreso civilizatorio y retrotrayendo los liderazgos a formas precapitalistas.
No se trata de meras enunciaciones académicas. La
manipulación peronista del atraso de vastos sectores populares, desprovistos de
esa cultura de la modernidad que porta la tradición europea, es claramente
percibida por los sectores medios que, con la memoria –acicateada por la
derecha- de demagogias anticapitalistas gestualizadas a sus expensas, intuyen
allí un poder que se les vuelve en contra.
Las ambigüedades pequeño-burguesas de quienes, por su
situación social, vacilan entre las rebeldías y las complicidades con el
sistema, están ínsitas en la conducta del pequeño empresario o en sectores de
la llamada aristocracia obrera, pero este cisma popular al que aludimos no es
oscilante, tiene carácter permanente y tiene directa relación -mediante el
estímulo y el aprovechamiento desde el poder-
con las diferencias culturales generadas por las corrientes migratorias,
que han intervenido desde siempre en el desarrollo del carácter nacional.
Claro que, cuando se habla de “lo europeizante” (no
español) como cuerpo extraño que interfiere en la expresión de “lo nacional”
(hijo de “lo español”), se pasa por alto que esa presencia europea se remonta a
los propios orígenes nacionales, puesto que el cosmopolitismo ya se insinuaba
en la Buenos Aires del Virreinato y explica las formas avanzadas que adquirió
la Revolución de Mayo.
Esto es, no hay ningún espacio real para la pretensión
de reivindicar corrientes culturales por supuestamente autóctonas en detrimento
de otras por pretendidamente extrañas. La cuestión es avanzar en la síntesis
nacional y no estimular recelos y conflictos entre sectores que podrán tener un
distinto origen cultural, pero tienen un común interés antioligárquico y
antiimperialista.
“Esa vuelta a lo
nacional –a lo auténtica y entrañablemente nacional- significa un doble
apartamiento del liberalismo, entendido como disgregación cosmopolita, y del
nacionalismo, comprendido como enceguecida nostalgia de nuestro remoto origen
hispánico. El país es lo que es, se ha fortalecido haciéndose un poco cada día;
ha tornado homogénea su nacionalidad por la adición asimilada de nuevos
factores humanos”, (Agosti, op.cit 247)
Esto quiere decir que el apuntalamiento de una
perspectiva de unidad popular verdaderamente amplia, detrás de las banderas
democráticas de la liberación nacional y social, no sólo debe atender el frente
del combate ideológico contra el neoliberalismo: el nacionalismo burgués, en
cualquiera de sus variantes, resulta nefasto para dicha unidad, y debe también
ser enfrentado, comenzando por una clara y precisa diferenciación ideológica
que hoy, en muchas organizaciones de izquierda, en lugar de fortalecerse, se
está diluyendo.
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