Capítulo
de
Apuntes
sobre el pensamiento revolucionario de
Domingo
Faustino Sarmiento
de
Hebe Beatriz Bussolari
& Luis Urrutia
I
“No trate de economizar sangre de gauchos”
¿Qué
sanguinario la habrá escrito?
Fue
Sarmiento…
Entonces…
¡¿Sarmiento fue un racista?! ¡¿Un genocida?!
Y
el desprevenido, el escéptico joven actual, arquetipo de los períodos de
crisis, acostumbrado a la generalización apresurada, hasta encuentra algún
placer en desacreditar lo acreditado en la historia formal de una sociedad en
la que no se integra del todo; y lo repite.
Pero,
si decidido a salir de lo fácil y superficial, se preguntara ¿Cuándo y por qué
lo dijo? ¿Es esa frase la conclusión de una meditación racional y tranquila,
que muestre en forma fidedigna el pensamiento de Sarmiento o es acaso producto
de un arranque emocional expresado en la intimidad de una carta privada? ¿Era
“el gaucho” el real objeto de su enojo, o tal vez lo fuera su interlocutor,
Mitre, quien concretamente lo exasperaba? ¿Cuál era la situación del país en
ese momento? ¿Debía plegarse a la evolución que, en los países más adelantados,
se estaba produciendo en forma acelerada hacia la era de la transformación
industrial, o quedarse en la artesanía medieval, vendiendo a esos países, ya
industrializados, materias primas para comprárselas luego a mayor precio,
porque el trabajo de otros pueblos les había agregado valor? ¿No debieran, por
lo menos, repartirse las tierras fiscales entre los desposeídos que pudieran
trabajarlas (beneficio que Sarmiento consiguió legitimar para los trabajadores
de Chivilcoy cuando fue senador)? ¿Por qué le comprábamos granos a Estados
Unidos, en demérito del establecimiento de nuestros agricultores y el progreso
de nuestra nación? ¿Hasta qué punto influyó la época en el pensamiento de
Sarmiento? ¿Y el lenguaje? ¿No hay un uso ambiguo de las palabras, un uso,
además, de su tiempo que obliga a definirlas antes de entrar en una discusión?
Respondidas
estas preguntas y tomadas estas precauciones, tal vez nuestro descreído
opositor entendería el objetivo principal de la vida de Sarmiento y
distinguiría a quiénes se refería cuando usaba dentro de ese contexto las
palabras “civilización” o “barbarie”.
Se llevaría entonces una sorpresa, y más, intuiría quiénes
son los que tienen interés en que todo el conocimiento sobre Sarmiento se
reduzca a un repertorio de frases sueltas del tipo: “no ahorre sangre de
gauchos”.
A cambio de esas expresiones aisladas, cuyos contextos nunca
se señalan, hay más de cincuenta tomos escritos por Sarmiento y un escenario
histórico dramático, urgente, que nos demuestran cuál fue el significado que él
les dio.
No pudo resultar difícil a los detractores, encontrar en
Sarmiento expresiones desmesuradas, sociológicamente grotescas, si se tomaran
al pie de la letra. Sarmiento era exuberante y creativo en la imprecación y no
vacilaba en dejarla por escrito.
Vaya de ejemplo ésta dedicada a Alberdi: “Y no ha habido
un hombre….que le saque los calzones a este raquítico, jorobado de la
civilización y le ponga polleras, pues el chiripá, que es la lucha con el frac,
le sentaría mal a este entecado débil, enfermizo, que no sabe montar a caballo;
abate por sus modales, saltimbanqui por sus pases magnéticos, mujer por la voz,
conejo por el miedo, eunuco por sus aspiraciones políticas, federal-unitario,
ecléctico panteísta, periodista abogado, conservador-demagogo y enviado de la
República Argentina, botarate insignificante”2
¿Pero ello implicaba en él la manutención de odios profundos?
No parece. Todos sabrían que el cotidiano desborde verbal,
siempre innovador, era una superficialidad de su carácter. A Agustín Cabeza le
dice, coloquialmente, “Usted no es cabeza, es cola. Y muy sucia”.3
Alberdi no podría tampoco ignorarlo, como que, regresando de
su emigración, y pasando sobre el recuerdo de aquellos espantosos dichos,
decidió visitar al sanjuanino ya presidente, provocando en el antiguo iracundo
aquel “a mis brazos Alberdi” y su apretado reencuentro.
En particular, si se examina con atención la carta a Mitre,
la de la terrible expresión, el texto de Sarmiento no tiene otro sentido que el
de resaltar la inoperancia de la campaña militar, por lo cual solicita a quien
era gobernador de Buenos Aires, se le otorgue mando de un regimiento.
“Déjese de ser mezquino. ¿Valgo yo menos que los torpes
que mandan un regimiento de caballería? Entiendo esta arma, y usted sabe que
tengo valor como cualquiera. ¿Por qué no me da el mando de uno de los
regimientos de línea, que ha quedado vacante, después de tanta vergüenza?
“No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono
que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres
humanos.”4
Como se puede advertir por el contexto, la célebre “No trate
de economizar sangre de gauchos” no es una incitación a la crueldad (que para
hacer creer eso se la cita hasta la saciedad), sino una mofa contra la campaña
militar de la cual Mitre es responsable, a la que Sarmiento reputa como
ineficiente hasta dar vergüenza.
Mitre “ahorra” “sangre de gaucho”, la de la tropa enemiga, no
por un afán de economía humanística, sino a fuerza de ineptitud, así que “La
sangre es lo único que tienen de seres humanos”, muy a su estilo
imprecatorio y no de un pensamiento real, sólo sirve para redondear el
sarcasmo.
El humor a costa de Mitre no es un exabrupto: toda la carta
anuncia el desarrollo posterior del enfrentamiento entre ambos.
“Realizado su plan de triunfar con sus propios recursos,
vuelva al plan mío de poner en actividad a las provincias…” (Mitre se había puesto al frente del
secesionismo porteño). “Es preciso dar un centro a la civilización en la
falda de los Andes. Yo me
encargaría de ello, para pasar
después a arreglar con Chile, la liga americana contra España.” (Mitre se opondría a una unidad
sudamericana para enfrentar a España, planteada por Sarmiento en Chile y en
Perú).
Mitre acabaría por ejecutar la oposición sistemática al
gobierno de Sarmiento; pero no se conformó con votar en contra de todos sus
proyectos: además, terminó en la cárcel por golpista. Sarmiento se pronunciaría
contra su amnistía.
Uno de los proyectos sarmientinos que Mitre haría abortar en
consonancia con la Sociedad Rural, representaba el reparto masivo de tierras
entre los gauchos e inmigrantes.
Sarmiento estaba por la tierra para los gauchos; Mitre en
contra. Ése es el lenguaje de las conductas, el que debería orientar
mínimamente la lectura de las palabras.
¡Pero nos vienen con que Mitre vacilaba en reprimir a los
gauchos y Sarmiento lo azuzaba para acabar con sus últimos escrúpulos!
¿Hasta dónde abusarán de la credulidad popular los
mercachifles del ideologismo histórico, si no se les organiza una oposición
seria a partir de la tradición democrática argentina?
“acción inmediata i militante”
La frase de la carta a Mitre, transmutada a sanguinario
manifiesto, fue escrita a horas de la batalla de Pavón; se da en el mismo
teatro histórico de guerra civil que, dos años después, representaría la
ejecución de Peñaloza. Podemos legítimamente contraponerla con esta otra,
alejada en el tiempo, referida a la propia muerte del Chacho, totalmente ajena
a una apología del hecho:
Se trata de una carta al Gobernador de San Juan, Rosauro
Doncel, del 20 de agosto de 1875.
Allí se refiere a Rawson -a quien considera un satélite en
torno de un gran planeta: Mitre- y a una polémica en el Senado de la Nación.
Escribe Sarmiento:
“Él mismo o el gobierno a que perteneció me habían imputado
la ejecución del Chacho, como un acto de violencia y crueldad y me ha dado
ocasión de demostrar con los documentos a la vista, que fueron ellos y no yo,
los autores del hecho, que nada tenía (yo) de culpable. Me he descartado
pues de una calumnia, y creo que he dado a este caballero algunas buenas
lecciones de gobierno y de sistema parlamentario, aunque no creo que las
aproveche mucho.”
La verba impulsiva de Sarmiento, la que lo lleva a expresarse
por arranques, precipitadamente, es un dato anecdótico personal, signo también
de la premiosidad de ese período histórico, que lo abarca en su vida, y en el
que se juega el destino de la unidad y la organización del país. Pero la
aspereza con que suele contornear sus dichos es, además, la del genuino
transformador, que jamás edulcora la realidad y más bien se solaza en exhibir,
en el brutal grotesco del lenguaje coloquial, aunque también en sus escritos
más elaborados, un recuento no ahorrativo de las crudezas del mundo objetivo,
arrancándole ensueños idealizantes a la propia lucha por el progreso social.
Facundo fue
escrito por Sarmiento en el exilio, como un arma más para luchar contra Rosas.
Lo confiesa en una carta que le manda a Valentín Alsina desde Yungay, en 1851.
Acepta en ella las críticas de Alsina a su libro -a tal punto que, en ediciones
posteriores, teniéndolas en cuenta lo corrige - y agrega:
“Ensayo o revelación para mí mismo de mis ideas, el Facundo
adoleció de los defectos de todo fruto de la inspiración del momento, sin el
auxilio de documentos a la mano i ejecutada según era concebida, lejos del
teatro de los sucesos, i con propósitos de acción inmediata i militante.”
“Este libro, - le escribe- como tantos otros que la lucha de la
libertad ha hecho nacer, irá bien pronto a confundirse en el fárrago inmenso de
materiales, de cuyo caos discordante saldrá un día, depurada de todo resabio,
la historia de nuestra patria, el drama más fecundo en lecciones, más rico en
peripecias i más vivaz que la dura i penosa transformación americana ha
presentado”
Se imponía la “acción inmediata i militante”. ¿Hasta cuándo,
si no? La Revolución total, propiciada por Moreno, había fracasado de entrada,
junto con el estímulo que éste pretendió dar al comercio libre, condición
indispensable para el desarrollo de una burguesía urbana que luchara contra el
latifundismo medieval imperante en las colonias españolas. Porque, con el
latifundio, se mantenía viva en nuestro país la cultura del medioevo.
Echeverría lo había denunciado: “Los lazos de la España no nos oprimen, pero
sus tradiciones nos abruman”5
Desde 1820 la guerra civil se empecinaba en sostener esas
tradiciones -y a sus privilegiados - frente al liberalismo que avanzaba en el
mundo, dejándonos atrás en la carrera. Carrera hacia el progreso, con formas
capitalistas entonces, que no podía ni empezarse si el país no estaba
organizado.
Había que derrotar al caudillismo. Esa fue la intención del
libro. Cuando Dalmacio Vélez Sarsfield lo leyó, él, que había conocido en su
buffet a Facundo Quiroga, quien no tenía ya el aspecto cerril con que lo mostró
Sarmiento, consideró no obstante que la obra debía quedar así, para lograr el
efecto político que se buscaba.
No es muy creíble que Sarmiento haya sido sincero cuando le
escribe a Alsina diciéndole que su “Facundo” estaría pronto dentro de un
fárrago de materiales cuasi descartables. Su lectura, después de tantos años,
es imprescindible para cualquier argentino. Nos permite conocer a Sarmiento,
cuando tenía alrededor de 33 años y ¡le faltaba tanto por hacer! Y además, para
conocer al país cuando andaba de tumbo en tumbo sin poder enderezarse. Eso,
mientras los Estados Unidos de Norte América, con su territorio dividido en parcelas
de acuerdo con la capacidad de trabajo de cada unidad familiar, había acogido
ya a una inmigración desheredada, como ciudadanos con derechos y deberes; por
lo que éstos no sólo fueron laboriosos agricultores, sino que supieron
entenderse y organizarse, hasta el punto de vendernos harina. ¡La harina! ¡A
nosotros, con nuestra pampa húmeda!
Pero los valores del libro trascienden su primera intención.
En él, se elevan a la consagración los talentos anónimos del campo argentino,
subrayados en la descripción del ambiente popular y su sublimación en el arte.
Esa espiritualidad resulta única, intransferible acaso, en la medida en que es
inseparable, según su visión, de la singularidad de su escenario geográfico. El
trabajo adquiere, así, un carácter sociológico y demuestra el respeto y el amor
con los que Sarmiento ahondó en el espíritu social de nuestro país.
¿”No ahorre sangre de gauchos”?
Nadie como él sometió a tan detallado y delicado análisis
estos arquetipos originales de nuestro suelo, poseedores de virtudes
extraordinarias, sacándolos para siempre del olvido.
“De aquí resulta que el pueblo
argentino es poeta por carácter, por naturaleza. ¿Ni cómo ha de dejar de serlo,
cuando en medio de una tarde serena y apacible una nube torva y negra se
levanta sin saber de dónde, se extiende sobre el cielo, mientras se cruzan dos
palabras, y de repente, el estampido del trueno anuncia la tormenta que deja
frío al viajero, y reteniendo el aliento, por temor de atraerse un rayo de dos
mil que caen en torno suyo? La oscuridad se sucede después a la luz: la muerte
está por todas partes; un poder terrible, incontrastable, le ha hecho, en un
momento, reconcentrarse en sí mismo, y sentir su nada en medio de aquella
naturaleza irritada; sentir a Dios, por decirlo de una vez, en la aterrante
magnificencia de sus obras. ¿Qué más colores para la paleta de la fantasía?
Masas de tinieblas que anublan el día, masas de luz lívida, temblorosa, que
ilumina un instante las tinieblas, y muestra la pampa a distancias infinitas,
cruzándola vivamente el rayo, en fin, símbolo del poder. Estas imágenes han
sido hechas para quedarse hondamente grabadas. Así, cuando la tormenta pasa, el
gaucho se queda triste, pensativo, serio, y la sucesión de luz y tinieblas se
continúa en su imaginación, del mismo modo que cuando miramos fijamente el sol
nos queda, por largo tiempo, su disco en la retina.
¿Puede ponerse tanta poesía en la descripción de un ser al
que no se admira?
“Preguntadle al gaucho a quién matan con preferencia los
rayos, y os introducirá en un mundo de idealizaciones morales y religiosas,
mezcladas de hechos naturales, pero mal comprendidos, de tradiciones
supersticiosas y groseras. Añádase que, si es cierto que el fluido eléctrico
entra en la economía de la vida humana y es el mismo que llaman fluido
nervioso, el cual, excitado, subleva las pasiones y enciende el entusiasmo,
muchas disposiciones debe tener para los trabajos de la imaginación, el pueblo
que habita bajo una atmósfera recargada de electricidad hasta el punto que la
ropa frotada chisporrotea como el pelo contrariado del gato…
Y sigue en Facundo la exaltación de las masas populares
argentinas:
“También nuestro pueblo es músico. Esta es una predisposición
nacional que todos los vecinos le reconocen. Cuando en Chile se anuncia, por la
primera vez, un argentino en una casa, lo invitan al piano en el acto, o le
pasan una vihuela y si se excusa diciendo que no sabe pulsarla, lo extrañan y
no le creen, «porque siendo argentino -dicen- debe ser músico»….”
Músico y Poeta:
“…Así, pues, en medio de la rudeza de las costumbres
nacionales, estas dos artes que embellecen la vida civilizada y dan desahogo a
tantas pasiones generosas, están honradas y favorecidas por las masas mismas,
que ensayan su áspera musa en composiciones líricas y poéticas.
Los Gauchos y los
Poetas:
El joven Echeverría residió algunos meses en la campaña, en
1840, y la fama de sus versos sobre la pampa le había precedido ya: los gauchos
lo rodeaban con respeto y afición, y cuando un recién venido mostraba señales
de desdén hacia el cajetilla, alguno le insinuaba al oído: «Es poeta», y toda
prevención hostil cesaba al oír este título privilegiado.”6
Desfilan en el “Facundo” el rastreador, el baqueano, el
cantor y hasta el gaucho malo, mostrando una faceta de nobleza y altivez
conmovedoras en su sobrevivencia a las míseras condiciones – también a ellas
las describe Sarmiento- en que debió vivir el hombre de
nuestro campo, condenado a vagar o a
instalarse en viviendas precarias, por falta de propiedad: “…Las mujeres
guardan la casa, preparan la comida, esquilan las ovejas, ordeñan las vacas,
fabrican los quesos y tejen las groseras telas de que se visten; todas las
ocupaciones domésticas, todas las industrias caseras, las ejerce la mujer;
sobre ella pesa casi todo el trabajo, y gracias si algunos hombres se dedican a
cultivar un poco de maíz para el alimento de la familia porque el pan es
inusitado como manutención ordinaria.
“Los niños ejercitan su fuerza y se adiestran por placer en
el manejo del lazo y de las boleadoras con que molestan y persiguen sin
descanso a las terneras y cabras; cuando son jinetes y eso sucede luego de
aprender a caminar, sirven a caballo en algunos quehaceres; más tarde y cuando
ya son fuertes, recorren los campos cayendo y levantando, rodando a designio en
las vizcacheras, salvando precipicios y adiestrándose en el manejo del caballo;
cuando la pubertad asoma, se consagra a domar potros salvajes y la muerte es el
castigo menor que le aguarda, si un momento le faltan la fuerza y el coraje.”
“Con la juventud primera viene la completa independencia y la
desocupación.”7
Y, sin embargo, de aquellas míseras condiciones, emergen,
clamorosas, formidables cualidades humanas:
El rastreador
“El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el
rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan
dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los
campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber
seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil, conocer si va
despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia
casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos
Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo:
«Aquí va -dijo luego- una mulita mora muy buena...; ésta es la tropa de don N.
Zapata..., es de muy buena silla..., va ensillada..., ha pasado ayer...» Este
hombre venía de la Sierra de San Luis, la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía
un año que él había visto por última vez la mulita mora, cuyo rastro estaba
confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues
esto, que parece increíble, es con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de
árrea, y no un rastreador de profesión.
“El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas
aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber
que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con
consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o
denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se
ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del
ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se
llama en seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de
tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que
para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los
huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice
fríamente: «¡Este es!» El delito está probado, y raro es el delincuente que
resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del
rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se somete,
pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo
mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su oficio
durante cuarenta años consecutivos. Tiene, ahora, cerca de ochenta años:
encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de
dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: «Ya no valgo
nada; ahí están los niños.» Los niños son sus hijos, que han aprendido en la
escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos
Aires le robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una
artesa. Dos meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e
inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio después,
Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra a una casa y
encuentra su montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. ¡Había
encontrado el rastro de su raptor, después de dos años! El año 1830, un reo
condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de
buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las
precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles!
Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su
reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que
perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo
aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras
enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las
murallas bajas, cruzaba su sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía sin
perder la pista. Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de
nuevo exclamaba: «¡Dónde te mi as dir!» Al fin llegó a una acequia de agua, en
los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador...
¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se
detiene, examina unas yerbas y dice: «Por aquí ha salido; no hay rastro, pero
estas gotas de agua en los pastos lo indican.» Entra en una viña: Calíbar
reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: «Adentro está.» La partida de
soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las
pesquisas. «No ha salido», fue la breve respuesta que, sin moverse, sin
proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No había salido, en efecto, y al
día siguiente fue ejecutado. En 1831, algunos presos políticos intentaban una
evasión: todo estaba preparado, los auxiliares de fuera, prevenidos. En el
momento de efectuarlo, uno dijo: «¿Y Calíbar?» «¡Cierto!», contestaron los
otros, anonadados, aterrados. «¡Calíbar!» Sus familias pudieron conseguir de
Calíbar que estuviese enfermo cuatro días, contados desde la evasión, y así
pudo efectuarse sin inconveniente.
“¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder
microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán
sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!”
El baqueano.
“Después del rastreador viene el baqueano, personaje eminente
y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias. El
baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos veinte mil leguas
cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el
único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El
baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está en
todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito de una
batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él.
“El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre
el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe
condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos
indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz
con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil,
y esto sucede en un espacio de mil leguas, él las conoce todas, sabe de dónde
vienen y adónde van. Él sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más
abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos
extensos un sendero por donde pueden ser atravesados sin inconveniente, y esto
en cien ciénagos distintos.
“En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en
las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta
en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se
inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que
se halla, monta en seguida, y les dice, para asegurarlos: «Estamos en dereceras
de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur»;
y se dirige hacia el mundo que señala tranquilo, sin prisa de encontrarlo y sin
responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.
“Si aún esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la
oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la
raíz y la tierra, las masca y, después de repetir este procedimiento varias
veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua
dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen,
conoce, por el gusto, el pasto de cada estancia del sur de Buenos Aires.
“Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para
atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje
distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el
horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con
la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él
sabe, y, galopando día y noche, llega al lugar designado.
“El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto
es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de
los avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando
se aproxima, observa los polvos y por su espesor cuenta la fuerza: «Son dos mil
hombres» -dice-, «quinientos», «doscientos», y el jefe obra bajo este dato, que
casi siempre es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo
del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién
abandonado, o un simple animal muerto. El baqueano conoce la distancia que hay
de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más,
una senda extraviada e ignorada, por donde se puede llegar de sorpresa y en la
mitad del tiempo; así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas
sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que casi siempre las
aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es
un simple baqueano, que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la
República del Uruguay. No la hubieran ocupado los brasileros sin su auxilio; no
la hubieran libertado, sin él, los argentinos. Oribe, apoyado por Rosas,
sucumbió después de tres años de lucha con el general baqueano, y todo el poder
de Buenos Aires, hoy, con sus numerosos ejércitos que cubren toda la campaña
del Uruguay, puede desaparecer, destruido a pedazos, por una sorpresa hoy, por
una fuerza cortada mañana, por una victoria que él sabrá convertir en su
provecho, por el conocimiento de algún caminito que cae a retaguardia del
enemigo, o por otro accidente inapercibido o insignificante”.
El gaucho malo
“El gaucho malo… Este hombre divorciado con la sociedad,
proscripto por las leyes; este salvaje de color blanco no es, en el fondo, un
ser más depravado que los que habitan las poblaciones. El osado prófugo que
acomete una partida entera es inofensivo para los viajeros. El gaucho malo no
es un bandido, no es un salteador; el ataque a la vida no entra en su idea,
como el robo no entraba en la idea del Churriador: roba, es cierto; pero ésta
es su profesión, su tráfico, su ciencia. Roba caballos. Una vez viene al real
de una tropa del interior: el patrón propone comprarle un caballo de tal pelo
extraordinario, de tal figura, de tales prendas, con una estrella blanca en la
paleta. El gaucho se recoge, medita un momento, y después de un rato de
silencio contesta: «No hay actualmente caballo así.» ¿Qué ha estado pensando el
gaucho? En aquel momento ha recorrido en su mente mil estancias de la pampa, ha
visto y examinado todos los caballos que hay en la provincia, con sus marcas,
color, señales particulares, y convencídose de que no hay ninguno que tenga una
estrella en la paleta: unos las tienen en la frente, otros, una mancha blanca
en el anca. ¿Es sorprendente esta memoria? ¡No! Napoleón conocía por sus
nombres doscientos mil soldados, y recordaba, al verlos, todos los hechos que a
cada uno de ellos se referían. Si no se le pide, pues, lo imposible, en día
señalado, en un punto dado del camino, entregará un caballo tal como se le
pide, sin que el anticiparle el dinero sea motivo de faltar a la cita. Tiene
sobre este punto el honor de los tahúres sobre las deudas.”8
¿Cómo entendemos esa actitud de Sarmiento que lo lleva a
defender al gaucho malo y al churriador como si se pusiera de su parte?
El sentido de la igualdad social se transparenta en la
integralidad del artista, superando los casilleros sociales de raza, religión,
sexo, educación, riqueza, impuestos a la sociedad por abrumadores prejuicios
milenarios. Para Sarmiento, sólo el mérito es un criterio de jerarquización:
El rastreador, “divina criatura, hecha a imagen y
semejanza de Dios…”
El baqueano, “de quien depende todo un ejército, la
conquista de una provincia…”
La memoria del gaucho malo y la de Napoleón, cara a cara,
igualmente colosales…
¿Cuál es el origen de estos hombres así reivindicados de la
minusvalía social?
Eran descendientes del hombre blanco sin propiedad,
circunscripta ésta en un comienzo a los pocos habitantes registrados como
descendientes de los que llegaron para la primera fundación de Buenos Aires.
Marginados por la falta de trabajo, sobre todo a partir de la
importación de esclavos, estos proletarios vivieron varias generaciones a campo
abierto “en esa atmósfera cargada de electricidad”, en una pobreza absoluta,
como no fuera por una infinidad de vacas y caballos como no las hubo nunca en
ninguna parte del mundo, que pacía a disposición de su consumo y que, a precio
de sus soledades, les otorgaba el privilegio de sobrevivir evadiéndose de las
sumisiones sociales.
Sobre esta excepcionalidad se construyó seguramente ese tipo
humano único: el gaucho altivo, personaje al que se han referido los viajeros
ingleses. Uno de ellos, Head, que en 1825 atravesó el país desde Buenos Aires
hasta Mendoza, publicó al año siguiente, en Londres, un libro que fue “Best
seller” en el que decía: “El gaucho vive de privaciones, pero su lujo es la
libertad. Fiero de una independencia sin límites, sus sentimientos,
salvajes como su vida, son sin embargo nobles y
buenos.” (Frase que
Sarmiento toma para encabezar uno de los capítulos del Facundo). Guillermo Hudson,
que los había conocido y tomado como protagonistas de algunos de sus cuentos,
también lamenta esa pérdida.
Y Darwin, en su viaje por la Argentina tuvo palabras de
admiración y elogio para ellos, aunque vaticinó que ese grupo humano, como el
de los indios, estaba destinado a desaparecer.
Más temprano que tarde, efectivamente, a medida que el ganado
se fue valorizando por el desarrollo de la exportación de los cueros y las
estancias se agrandaron, aquella reserva natural fue acaparada, y los gauchos
arrojados de su precario nirvana.
Entonces aparecieron sus ricos “defensores”, los caudillos, a
quienes les fue fácil seducir a esos seres ingenuos y supersticiosos, para
armar sus tropas de montoneros que los seguían a ciegas, sin más programa que
una gestualidad superficial de identificación cultural; valga el ejemplo de
Güemes, que vestía como un gaucho, pero con finísimas telas; o Rosas, que
ocultaba en su decir público toda su lexicografía culta.
Éstos, precisamente con la simbología de un pretendido
igualitarismo en la tradición gaucha, consolidaban el sumergimiento de las
masas.
Sarmiento, en cambio, al develar en el cerebro del gaucho
malo dotes dignas de Napoleón, lo descubría capaz de adquirir los más altos
dones de la cultura moderna.
¿Se equivocaba?
¿Constituía el gaucho un elemento costumbrista, cerril a la
modernización social? ¿Podría considerarse al gaucho como un grupo social
antagónico a las ideas de Sarmiento?
¡No! Belgrano, San Martín y luego Paz mostrarían
incontestablemente en el plano militar las posibilidades de los gauchos de
integrarse a un orden racional y las potencialidades revolucionarias que esta
capacidad contenía.
Paz, en sus memorias, escribe, con la autoridad de su
indisputable genio militar y su entrega existencial a la causa de la
independencia y la república democrática:
“…reconozco en nuestros paisanos aptitudes sublimes para la
milicia y disposiciones para una disciplina racional, cuando se quiere y se
sabe establecerla. Los desastres que hemos sufrido han sido efecto de errores,
por lo general, en los que mandaban, y más que todo, de nuestra ignorancia y
ese estado de anarquía en que nos constituía la misma revolución. Sin eso,
nuestros ejércitos, desde sus primeros pasos, hubieran vencido y llevado
triunfante el estandarte de la libertad, por toda la extensión de la tierra que
conquistó Pizarro. Bien lo merecían esos bravos soldados que durante catorce
años habían combatido la miseria, la desnudez, el hambre, el clima y las armas
españolas. Si sus sufrimientos se prolongaron y si al fin no fueron felices,
pues que otros vinieron a terminar la obra que ellos habían comenzado, no es
culpa suya, sino de la fatalidad de nuestro destino.” 9
Sarmiento, que con minuciosa devoción estudió la experiencia
de nuestros héroes nacionales, no pudo sino compartir su fe en la elevación
espiritual de las masas populares.
2
Norberto Galasso – Cuadernos para la otra historia; Sarmiento, ¿Civilizado o
bárbaro?
3
Norberto Galasso, ob cit
4
Carta de Sarmiento a Mitre del 20/9/1861
5
Echeverría, El Dogma Socialista
6
Sarmiento, Facundo, Capítulo II
7
Sarmiento, Facundo, Capítulo I
8
Sarmiento, Facundo, Capítulo II
9 José María Paz, Memorias Póstumas 2ª Edición, 1892 Tomo I pag 221
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