Alfredo Dratman
Por Jorge Correa
Jorge Correa falleció,
inesperadamente, en estos días. La publicación de éste, su homenaje a Dratman se
convierte así, por las circunstancias, en un correlativo tributo a él mismo, a la
plétora de autenticidad que recorre este relato sobre su compañero y amigo, metáfora
de su propia vida y personalidad.
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Jorge Correa Director de la Revista Bitácora Asociación Héctor P. Agosti |
En un pequeño pueblo de la provincia de Santa Fé llamado
Avellaneda, vecino a la ciudad de Reconquista y a pocos kilómetros del
impetuoso río Paraná, zona de anchos bañados que acompañan las márgenes
fluviales, vió la luz Alfredo Leopoldo Dratman el 26 de setiembre de 1917.
Era el año en que la gran Revolución Rusa conmovía al mundo,
pero sus estruendos no llegaban hasta aquella comarca campesina aislada entre
los esteros, aunque su padre, Enrique Dratman, sustentaba ideas socialistas y,
rememorando charlas de sus ancestros, solía hablar frecuentemente de la Comuna
de París. Era maestro y director de una escuela y, con su carro tirado por un
flaco caballo, recorría los campos en busca de sus alumnos, fueran aborígenes o
hijos de inmigrantes, para llevarlos a las clases. Estaba casado con una
ukraniana, Elvira Shesther, que en medio de la gran corriente inmigratoria de
comienzos del siglo, había llegado hasta esos páramos, escapando de la hambruna
y de las guerras, en las que había sucumbido toda su familia. La humilde mujer
falleció un año después del nacimiento de Alfredo, que quedó bajo la tutela de
su padre, haciendo con él las primeras letras en la tapera que oficiaba de
colegio.
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Alfredo Dratman, como militante cultural, dando una conferencia en el Partido Comunista |
Entre tanto, como joven inquieto y audaz que era, se vió
mezclado en las luchas estudiantiles, encabezadas por la Federación
Universitaria Argentina y los centros adheridos, que levantaban las banderas de
la Reforma Universitaria de 1918, y cuya ala marxista, personificada por la
agrupacións Insurrexit, disuelta en 1935, había esparcido las semillas de las
ideas más avanzadas. Vinculado muy pronto con el Partido Comunista, Alfredo se
afilió a esta corriente en 1936, año de tumultuosas manifestaciones juveniles a
favor de la España republicana invadida por los fascistas. Con sus nuevos
compañeros, Alfredo milita con entusiasmo, tratando de avanzar en sus estudios
y, a la vez, leyendo cuanto libro cae en sus manos, convencido como estaba de
que una cultura general enaltecía su inteligencia.
Pero la lucha tenía sus riesgos, y él lo sabía. El 9 de julio
de 1943 estalla una rebelión popular contra el gobierno conservador y Alfredo,
vigoroso partícipe de esa alzada, es detenido por la policía del régimen. Tuvo
que pasar dos años en la prisión, de la que salió a mediados de 1945, en vísperas
de la asunción del peronismo.
Un nuevo encarcelamiento, aunque esta vez por espacio de un
mes, Alfredo debió soportar en 1951 durante la campaña electoral en la que
había sido designado diputado nacional. En esos días, el dirigente comunista
Rodolfo Ghioldi, durante un mitin realizado en la ciudad de Paraná, fue baleado
por un grupo nacionalista protegido por el gobierno. Como triste paradoja,
ocurría que las circunstancias políticas habían cambiado favorablemente, la
oligarquía conservadora había sido reemplazada por un gobierno popular, pero
los resabios anticomunistas subsistían, alimentaban los odios fratricidas y la
represión seguía cobrando sus víctimas. De éstas, la más notoria fue el
combativo médico rosarino Juan Ingalinella, que el 7 de julio de 1955, en
vísperas del golpe militar, fue detenido, torturado y asesinado en la Sección
Especial de la Policía, comandada por el comisario Francisco Lozón. Como
reacción de protesta por ese hecho, el 2 de agosto se realizó un para nacional
convocado por la Confederación Médica Argentina y otras entidades culturales y
gremiales. Uno de los promotores y partícipes de esa acción fue Alfredo
Dratman, que había sido íntimo amigo del colega asesinado. La unánime respuesta
popular obligó a la justicia a condenar al comisario Lozón a veinte años de
cárcel y con penas menores a sus cómplices.
Por aquellos años, Alfredo hizo pareja: la amada compañera de
su vida sería Pura Larroulet, con la que formó su hogar y tuvo cuatro hijos,
pero para casarse legalmente había esperado recibirse de médico y lo hizo en
1952. Al año siguiente el matrimonio se traslada a la Capital, fijando su
residencia en un viejo caserón de Palermo en el que conviviría con otras
familias. Vendrían luego dos hijos más. Los seis hijos, alentados por el
estímulo de sus padres, supieron cultivarse: de los cuatro varones, uno llegó a
médico, otro fue físico, otro deportista y otro periodista, director de El
Tiempo de Puerto Madryn; de las dos mujeres, Tamara y Marisa, una fue bailarina
de ballet y otra cantante lírica. Profesionales o artistas, todos heredaron las
inquietudes humanísticas de su padre. Pero su casa, además de ser un agitado
centro de cultura, era un club comunista. Todos los sábados se hacían
reuniones, se escuchaban disertaciones y se debatían ideas. Por lo demás, la
vasta biblioteca de Alfredo, que crecía todos los meses (llegó a albergar cinco
mil libros), estaba a disposición de todos para su consulta y satisfacción.
Esa auspiciosa casa, primero en Palermo y luego en Belgrano,
no estaba exenta de riesgos: en 1974 le pusieron una bomba, cuando el jefe
asesino de Ingalinella salió en libertad, lo que dejó una sospecha acerca de
los responsables del atentado, que felizmente no tuvo consecuencias trágicas.
Se había querido amedrentar a Dratman sin columbrar la firmeza de su
temperamento.
Dedicado de lleno a la profesión médica –en Rosario solía
atender gratuitamente a los pacientes pobres-, en Buenos Aires intentó ubicarse
para lograr una posición estable. Primero trabajó con el Dr. Jorge Viaggio, un
médico reputado que lo alentó en su progreso profesional. Especializado ya como
anestesista, en 1954 ingresó en el plantel del Hospital Italiano, donde fue un
eficaz ayudante del Dr. Liotta, eminente cirujano al que asistió en difíciles
operaciones a corazón abierto. En ese importante nosocomio, en el que
trabajaría hasta jubilarse en 1989,integró un eficiente equipo de trabajo con
los doctores González y Gainza Paz, que estuvieron entre los primeros cirujanos
cardíacos del país y cuyas experiencias también se extendieron al exterior.
De regreso en el país continúa trabajando en el Hospital
Italiano, incorporándose al equipo del Dr. Fidel Donato y, junto con los
doctores Nicolás D´Angelo y Jorge Etala, desarrolló los métodos anestésicos más
idóneos para las operaciones cardíacas. No pocas personalidades de la vida
nacional, sabedoras de aquellos adelantos, optaron por pasar por sus
quirófanos.
Pero el poder político no sabe respetar a los científicos y,
sintiéndose molestado por sus ideas y actividades extrahospitalarias, apela a
la represión para acallarlos. Durante la presidencia del Dr, Arturo Frondizi se
implanta el Plan Conintes, bajo cuya bota se producen redadas para apresar
rebeldes y la cárcel de Santa Rosa, La Pampa, se llena con centenares de
detenidos, puestos a disposición del Poder Ejecutivo. Sucedió que Dratman era
muy amigo de Ernesto Giúdici, preclaro dirigente del Partido Comunista, y se
veía con él a menudo para tratar asuntos de política cultural. Estaban
dialogando pacíficamente en un bar cuando la policía reconoce a Giúdici y lo
detiene junto con su interlocutor. Dratman fue a parar a Santa Rosa, junto con
el Doctor Carlos Abolsky, en noviembre de 1962 y, como allí convivían casi
doscientos presos comunistas, ambos se encargaron de organizar la vida cultural
y societaria que amenizó los largos días de encierro. Lograron la libertad el 3
de agosto de 1963, luego de nueve meses de prisión. Salió de Santa Rosa con la
última tanda de presos liberados, junto con Carlos Abolsky, Jacobo Sufra, José
Brandeburgo, Elías Perelman, Manuel y David Halperín, quienes se confundieron
en un cálido abrazo con el Dr. Alfredo Palacios, propulsor del decreto 7603 de
amnistía.
Activando entre los fundadores de la Asociación de
Anestesistas, cuya presidencia ejerció el Dr. González Varela. Dratman continuó
desarrollando las técnicas de hemodilución y otros métodos de avanzada. Pero su
acendrada vocación científica no le impidió insistir en su pasión política,
siempre orientada al mejoramiento social y cultural del pueblo. Desarrollando
una actividad consecuente e incansable, se desempeñó como secretario de la
Comisión de Profesionales del Partido Comunista y, valorándose sus méritos, fue
promovido como miembro del Comité Central de ese Partido.
El cargo lo acercó aún más a Héctor P. Agosti, eminente
intelectual del que se consideraba fiel discípulo, y al que lo uniría una
profunda amistad, acompañándolo en la ardua tarea de la renovación de la
cultura argentina.
Herramienta insoslayable de ese propósito venía siendo la
revista Cuadernos de Cultura, cuyo origen se remontaba a 1950 y al principio
había circulado clandestinamente, ya que la Comisión Visca, órgano legislativo
del primer peronismo, reprimía el pensamiento democrático e impedía la libre
circulación de las ideas. Agosti había asumido la dirección de la revista en
1952, junto con Julio Luis Peluffo y Roberto Salama, a los que en 1955 se
habían sumado Carlos Giambiaggi y Samuel Shmerkin. Y cuando Agosti fue
confirmado en la dirección en 1957, uno de sus más cercanos colaboradores era
Alfredo Dratman, organizador de los médicos comunistas, junto con los doctores
Carlos Abolsky, Epifamio Palermo, Anatole Menta, José Hermack, Jorge Thenon,
Emilio Troise y otros.
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Raul Larra, Osvaldo Soriano, Osvaldo Bayer y Alfredo Dratman |
En 1974 tenemos a Dratman como vocal en la Asociación Amigos
de Anibal Ponce, entidad que exaltaba al ilustre psicólogo y ensayista
trágicamente fallecido en 1938. Alfredo motorizaba también por ese entonces, el
Centro Cultural de Villa Luzuriaga, al que cedió su tesón durante tres años.
Después de la muerte de Agosti, acaecida el 29 de julio de
1984, Dratman encabezó con otros compañeros la Comisión de Amigos que se empeñó
en catalogar sus obras y recoger sus enseñanzas. Ese grupo fue el embrión de la
Asociación Héctor P. Agosti, fundada el 15 de mayo de 1988, cuya Comisión
Directiva integró Dratman desde el comienzo.
Ninguno de sus miembros olvidará los aportes conceptuales que
formuló en todas las reuniones, ni la vasta erudición que desplegó en sus
disertaciones, muy a pesar de él, que era humilde y recatado por naturaleza.
Cuando cumplió sus joviales 85 años, en setiembre de 2002, la Asociación en
pleno le ofreció un brindis en el Centro Cultural de la Cooperación, ocasión en
la que el presidente de esa entidad, Floreal Gorini, pronunció emocionadas
palabras para destacar la estirpe humanista del homenajeado.
Como lo enfatizó Gorini, el Dr. Alfredo Dratman fue, en
efecto, un político y un intelectual en el sentido más puro de estos vocablos.
Fue un educador y un erudito, y su memoria excepcional le permitía esparcir
generosamente el acervo de sus vastas lecturas. No dejó nada escrito, porque
carecía de capacidad literaria, pero vertió sus conocimientos en dilatadas
charlas íntimas. Tampoco fue un orador, porque no tenía garra de tribuno, y rehuía
tener que prodigarse en conferencias, pero sembró sus ideas y opiniones en
cuanta reunión contó con su presencia. Opinaba con serenidad, criticando sin
usar adjetivos y su charla, siempre amena, era seguida con delectación por sus
ocasionales oyentes. Su humor, por lo demás, era permanente, y su sonrisa
afectuosa no se desdibujaba en ningún momento. Fue un maestro venerado.
Brillosos cenáculos podrían haberse enorgullecido de su
adhesión, pero el siempre los rehuyó, convencido de que la cultura no era patrimonio
de élites ilustradas, sino del pueblo todo. Recogió en ese sentido la herencia
de Echeverría, Sarmiento, Ingenieros, Ponce y Agosti, de quienes se consideró
discípulo. Aún sintiéndose cómodo en la penumbra del gabinete de estudio (y su
casa poblada de libros lo era), su clima y su espacio estaba en el diario
contacto con la gente, en las luchas obreras y populares.
Su condición de humanista lo había hecho incursionar en la
filosofía y en la literatura, y no era menor su afición por las artes y la música,
como regocijado disfrutador de la belleza. Extraña vocación ésta en un hombre
de ciencia, un investigador en el campo de la medicina. Esta presunta
ambivalencia, lejos de neutralizarlo, enaltecía su múltiple personalidad.
Por naturaleza pacífico, no parecían afectarlo las violencias
de su época, pero sentía profunda simpatía por las rebeliones populares. Se
solidarizó con la Revolución Cubana y apoyó las luchas heroicas que tuvieron en
el Cordobazo su expresión mas intensa. La dictadura militar y el genocidio que
enlutó al país lo perturbaron hondamente, pero nunca perdió la serenidad ni lo
tentó el camino del exilio. Esta paz de su espíritu, con la que siguió los
acontecimientos más dramáticos, era sin duda producto de su armonía interior.
Desafió los peligros y respaldó la acción, incluso violenta, pero estaba
convencido de que ésta no alcanzaría sus propósitos sino se sustentaba en las
ideas.
La prensa vernácula lo ignoró, jamás lo acosaron para hacerle
un homenaje, para las instituciones oficiales no existía, y sin embargo cuánto
tenía que decir, cuántas ideas y
proyectos para transmitir y sembrar.
Hacia el final de sus días, en una época de repliegue
revolucionario y de desbordes de las derechas, cuando muchos de sus compañeros
desertaban o se abroquelaban en un cauteloso silencio, Dratman permaneció fiel
al medio político en el que se había formado y no perdió ese entusiasmo casi
juvenil con el que encaraba la vida. En un ambiente relajado por la decepción y
el escepticismo, supo conservar sus acendradas convicciones y su pasión
inclaudicable. Así lo vieron sus compañeros de la Asociación Agosti, que lo
rodearon cálidamente en sus años postreros.
Había, sin embargo, quienes recelaban de él, disgustados por
su ácido espíritu crítico, y lo devaluaban como un residuo de la vieja guardia.
Con sonrisa volteriana él se burlaba de ciertas expresiones de jesuitismo y
sectarismo recalcitrante. “No hay transparencia” confesaba a sus amigos, quizás
algo herido por el desdén y la descalificación. Pero su malestar no menoscabó
jamás su constancia ideológica ni
erosionó su pertenencia a un espacio en el que había militado desde su primera
juventud en aquellas remotas lides estudiantiles. Una de sus últimas
decisiones, ya en su lecho de muerte, fue donar a su partido su espaciosa
biblioteca, propósito al que sus hijos dieron póstumo cumplimiento.
Alfredo Dratman bregó en la Asociación Agosti hasta el fin de
sus días, brindándole su humanismo, su simpatía, su sencillez y el entusiasmo
que no flaqueó en ningún momento.
En su humilde departamento de la calle Rincón, barrio de San
Cristobal, falleció el 27 de febrero de 2011, a los 93 años, tras una largo y
trajinada vida. El Dr. Juan Enrique Azcoaga, presidente de la Asociación
Agosti, acertó en su concisa semblanza: “Su vida fue de una gran riqueza, su
personalidad era atractiva e inspiraba simpatía y afecto desde el primer
contacto. Lo caracterizaba una sonrisa espontánea e inmediata. En muy poco
tiempo se incrementaba la afinidad por su notaria sencillez. Su vida es de las
que pueden calificarse, sin reparos, de ejemplar. Tenía una insistente y
definida vocación por el reconocimiento y la defensa de la cultura. Participó
en ello hasta el fin de sus días y su presencia era buscada y admirada. Dratman
culminó su vida dejando un profundo y afectuoso recuerdo entre los que lo
conocimos y admiramos”.
Palabras que, como las de Floreal Gorini ocho años antes,
pueden inscribirse en el panteón del reconocimiento póstumo.